El comienzo (1ª parte)

(Fragmento del capítulo 18 de PIHKAL, 1ª parte)

Todas las grandes historias tienen un principio y en este capítulo, Ann relata cómo comenzó su historia con Sasha.

Shura y yo nos conocimos la tarde de un jueves de la primavera de 1978.

Era la primera reunión de un nuevo grupo de discusión; al menos, eso era lo que mi amigo Kelly esperaba que fuera. Estaba sentada con las piernas cruzadas en el suelo del cuarto de estar de una casa antigua de la calle Adier, en Berkeley, preguntándome cuántos de los aproximadamente 30 invitados aparecerían. Yo le había prometido a Kelly que iría a ese primer encuentro, pero añadí que no podía comprometerme a más que eso y a él le pareció bien, lo entendió.

En realidad, en ese momento ya no consideraba a Kelly Toll ni siquiera como un amigo; era una corta relación reciente con la que yo estaba intentando acabar de la forma más suave y tranquila que fuera posible.

Él era un hombre fuerte con una cara llamativa y angulosa, en sus treinta bien avanzados, a quien había conocido cuatro meses antes en una reunión del club Mensa. Al día siguiente, vino a mi casa y me preguntó si quería casarme con él. Mucho tiempo después me explicó que, por supuesto, sabía que diría que no —de hecho, contaba con ello—, pero que siempre había considerado que una propuesta de matrimonio era una forma eficaz de llamar la atención de una mujer.

No se puede negar que es precisamente lo que hizo.

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Ann Shulgin. Fuente: www.shulginresearch.com

 

Yo tenía 48 años y acababa de divorciarme. Mi ego era tan frágil como una pieza de arpillera de cien años de antigüedad. Que me siguiera un joven de treinta y tantos me dio algo que no había tenido en años: la sensación de seguir siendo una mujer atractiva, no sólo una madre de mediana edad.

La pasión de Kelly eran los ordenadores, las mujeres mayores atractivas y la creación de nuevos test de inteligencia. También descubrí que sentía un desprecio generalizado hacia la humanidad, llamando «inútiles» a la mayoría de las personas, y que tenía explosiones incontroladas de ira que a menudo acaban con él disculpándose más tarde por haber dañado los muebles de otros o una relación (normalmente ambas cosas).

Me habló sobre las dolorosas enfermedades que había sufrido durante su infancia y sobre su exigente y autoritario padre, y me pidió que fuera comprensiva y que tuviera paciencia. Funcionó durante un tiempo (siempre he tenido debilidad por los neuróticos inteligentes), pero después de un día difícil de olvidar en el que destrozó algunos de mis discos delante de los niños, gritándome por haber llegado diez minutos tarde a casa del trabajo y por haberle hecho esperar, le dije que si no iba a terapia, no seguiría con él.

Su respuesta fue, «no conozco a ningún psiquiatra que piense o razone mejor que yo; ¡no pienso perder mi tiempo ni mi dinero con uno de esos cretinos!».

Este encuentro del jueves en Berkeley era un esfuerzo de Kelly por reunir gente a la que considerara lo bastante inteligente, como él mismo dijo, como para apreciar lo que él podía enseñarles sobre cómo usar sus mentes de forma efectiva. Yo esperaba que todo saliera como él quería, pero si no era así, tampoco sería mi problema.

Me senté cerca de la chimenea para exhalar el humo de mi cigarrillo en la misma dirección que el humo del fuego y no molestar así a los no fumadores. En esos tiempos acababa de empezar la campaña antitabaco y Berkeley, como de costumbre, era el primer sitio en hacer una causa común de ello.

Contabas con seguir encontrando ceniceros en la mayoría de las casa de San Francisco y del condado de Marin, pero en Berkely te disculpabas cuando necesitabas fumar y salías al jardín trasero hasta que acababas con tu pequeña adicción y estabas preparado para volver a unirte a las almas libres que había dentro.

Sobre las ocho de la tarde, sólo estábamos cuatro en la sala: Kelly, yo y la persona que vivía en la casa, un hombre con el pelo corto y negro, de cuarenta y pocos años y con una seductora media sonrisa, que traducía textos médicos del chino antiguo a inglés solo porque le gustaba y que en aquel momento estaba desempleado. La cuarta era una mujer muy guapa, abogada, que nos había estado contando con cansancio cómo acababa de darse cuenta de que detestaba todo lo que tenía que ver con el derecho, pero que no sabía qué más hacer con su vida.

Sobre las ocho y cuarto llegaron otras dos personas: una mujer rubia bajita con la cara pálida y una sonrisa vacilante y un hombre con los ojos grises que se presentó como psicólogo. Después se abrió la puerta y entró un hombre delgado y muy alto, cuyo pelo era una abundante melena de plata como las del Antiguo Testamento a juego con una barba recortada y con mechones rubios mezclados entre el pelo blanco. Llevaba unos pantalones de pana marrones y una chaqueta de pana raída. Kelly gritó su nombre, «señores, este es el doctor Alexander Borodin, conocido entre sus amigos como Shura».

Debí de quedarme mirando al recién llegado fijamente porque, cuando nos presentaron, se cruzó con mi mirada y él arqueó mínimamente una gran ceja blanca. Después sonrió cuando di una palmadita al suelo, a mi lado. Había oído a Kelly hablar tanto del hombre llamado Shura, que tenía muchísima curiosidad. Una vez dijo, «Shura es la única persona que conozco, además del doctor Needleman, a la que respeto. Es un verdadero genio, es absolutamente cierto. Puede que tenga un cociente intelectual incluso superior al mío». Sonrió entre dientes y yo hice lo mismo. Los dos sabíamos que a Kelly le costaba creer realmente que hubiera un cociente intelectual superior al suyo, el cual era de ciento setenta. Estaba intrigada por la ciertamente pequeña posibilidad de que una persona que inspirara respeto a este amigo mío tan difícil se presentara finalmente en la reunión. Y pensé que todo aquel comparable, a los ojos de Kelly, con el filósofo Jacob Needler debía de ser una persona extraordinaria.

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Ann, Alexander y Theodore Shulgin. Fuente: www.shulginresearch.com

 

Miré al hombre de la espléndida melena mientras se quitaba la chaqueta y se sentaba en el suelo a mi izquierda. Rodeó sus piernas con los brazos y dijo, «hola», con ojos azul claro y una mirada de interés. Yo dije en voz baja, «es un honor conocer por fin a una de las dos únicas personas del mundo con las que Kelly no utiliza la palabra “inútil”».

«Ah, ¿sí?», Shura me miró con aspereza y después miró hacia el lugar donde su anfitrión hablaba animadamente con la chica rubia. «Supongo que debería sentirme halagado, pero apenas le conozco. Sólo le he visto un par de veces en el Berkeley Brain Center. No sé por qué me tiene en tan alta estima». Sonreí cuando mencionó lo que normalmente llaman el BBC, un gran grupo de conferencias y discusión sobre el que Kelly me había hablado un par de veces. Berkeley, al igual que la mayoría de ciudades universitarias, estaba llena de grupos de discusión que acababan volviéndose aburridos y morían, pero el BBC existía desde hacía más tiempo que la mayoría.

Le pregunté, «¿por qué has decidido venir esta noche si no conoces tan bien a Nuestro Líder?».

«Tenía la tarde libre después de mi clase en el campus de la Universidad de California y pensé que igual podía pasar por aquí en vez de ir directamente a casa. Simple curiosidad. Y supongo que no tenía tantas ganas de volver a casa. Desde que murió mi mujer, algunas noches me resultan demasiado tranquilas».

Le dije, «vaya, ¿cuánto hace que murió?». Respondió que hacía como un año y emitió un leve sonido de compunción, pensativo. Yo me pregunté si habría sido un matrimonio feliz. Cambié de tema y le pregunté si la clase que había mencionado era una en la que enseñaba o si asistía como alumno. Me dijo que era una clase de Toxicología Forense y que la impartía todos los otoños en la universidad.

Se le ha olvidado preguntar quién es el otro «no inútil». ¿Debería contárselo?

«Ya que no has preguntado —dije—, el otro héroe de Kelly es Jacob Needleman. Estás muy bien acompañado».

«¿De verdad?». No tenía que decirlo, no le sonaba ese nombre.

Me reí entre dientes. «No pasa nada. Yo tampoco sé nada sobre él, excepto que es un filósofo y que ha escrito algunos libros excelentes que aún no he leído».

Durante el descanso de la reunión, Shura y yo sacamos los cigarrillos y el café fuera, al porche delantero, y hablamos. Descubrí que era químico y que estaba especializado en algo llamado psicofarmacología y que había mucha gente a la que los dos conocíamos. Él también había estudiado en el Instituto Esalen.

Me contó una historia sobre cierto imperturbable psiquiatra, a quien yo también conocía, que hizo el pino completamente desnudo en uno de los famosos spas de Esalen, ante un público de entre lo mejorcito de la sociedad, también desnudos pero menos ambiciosos, haciendo todo lo que podían para evitar ser arrastrados por tanto entusiasmo. Dijo que era su recuerdo favorito de Esalen. Cuando paré de reírme, le prometí que algún día le contaría una anécdota igual de graciosa que yo misma protagonicé en el spa. Ya tenía ganas de que volviéramos a vernos. Me gustaba ese hombre, a pesar de que contara con la aprobación de Kelly.

Por el camino, me las apañé para dejar claro a Shura que conocía a Kelly desde hacía unos cuantos meses y que estaba en proceso de terminar la relación que tenía con él de la forma más amable que pudiera. No era el mejor momento para dar detalles y no lo hice.

Shura dijo que había estado casado durante 30 años y que su mujer, Helen, había muerto por una apoplejía el año anterior. Cuando le pregunté si tenía hijos, me dijo que tenía un hijo, Theo, que crecía y vivía por su cuenta cerca de la casa familiar en el Este de la Bahía.

Me pregunté a qué rango de edad se referiría con “crecer”. No sabría calcular la edad de ese hombre. El pelo blanco decía una cosa, pero la cara y los movimientos del cuerpo decían algo completamente diferente.

Cuándo me preguntó, «¿Y tú? ¿Tienes hijos?», respiré profundamente y empecé a hablar rápido, porque Kelly estaba llamando a todo el mundo para que volviéramos al arduo trabajo de aprender a pensar correctamente. «Me divorcié de un psiquiatra y tengo cuatro hijos, pero el mayor, de mi primer matrimonio (pensé en añadir que entonces era muy joven, alrededor de los cinco o así, pero resistí la tentación) vive en el Norte. Es un gran profesor en un colegio privado y tiene su propia familia».

La palabra «familia» implica hijos, lo que significa que soy abuela. Así que, bien, soy abuela.

Apagué mi cigarrillo. «Vivo con mis tres hijos adolescentes en el condado de Marin y la casa de mi ex está al otro lado de la calle, así que los niños sólo tienen que subir la colina hasta la casa de su padre los fines de semana para pasar algo de tiempo con él y volver cuando esté acabando el domingo. Es un acuerdo muy civilizado y me alegra ser capaz de hacerlo de esa manera, porque es bueno para todos. Me refiero a que mis hijos no lo han pasado tan mal con el divorcio».

Terminé a una velocidad supersónica, «trabajo en un hospital como transcriptora médica. Odio el trabajo, pero tengo que ganarme la vida». Solté un largo suspiro y Shura sonrió. Volvimos al cuarto de estar.

Estaba contenta por seguir siendo razonablemente atractiva y tener un pelo largo y precioso. Y, gracias a Dios, había perdido peso el año anterior y usaba una talla 38-40. Quería que ese hombre se interesara por mí. No, quería fascinarle.

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Ann Shulgin. Fuente: www.shulginresearch.com

 

Me gustaba. Me gustaba su cara y su alto y esbelto cuerpo; me gustaba la voz ronca de tenor y la forma en que sus ojos observaban, y la impresión que daba de sinceridad abierta cubriendo algo en su interior, algo muy privado.

Cuando acabó la reunión, salimos juntos de la casa y paramos en la acera junto a mi vieja furgoneta Volkswagen. Le pregunté si pensaba volver a la siguiente reunión y fue entonces cuando supe el resto de lo que tenía que saber.

Dijo, «no, me temo que voy a tener que dejarlo aquí, porque empiezo un curso de francés el próximo jueves».

«¿Por algún motivo especial o simplemente por aprender francés?».

«Bueno, siempre he querido aprender francés, pero justo ahora tengo un motivo para intentar aprender todo lo que pueda en muy poco tiempo».

Se apoyó en mi coche con los brazos cruzados y con la luz de la farola parecía que tuviera una aureola de un naranja dorado. Su cara estaba en la sombra.

«El año pasado o así —dijo— tuve una extraña especie de relación con una mujer llamada Ursula que vive en Alemania. Estaba aquí con su marido para estudiar Psicología y yo me enamoré de ella, lo que era un gran inconveniente, ya que su marido es una persona a la que aprecio mucho y a quien considero un buen amigo, pero ocurrió. Nos pasó a los dos. No sé qué pasará, pero voy a verla en París unos días en Navidad y vamos a ver qué podemos hacer. Lo del francés es porque ella lo habla con fluidez y yo sé un poco y me resultará más fácil mejorar lo que sé que intentar aprender alemán».

Dije lo único que pude, «¡ah, entiendo!». El Observador —el nombre que le doy a esa parte de mí que hace un seguimiento de todo— notó que de pronto había una sensación de vacío justo debajo de mi caja torácica. Sonreí amablemente a la cara en sombras y dije, «espero que las cosas salgan como quieres», sin creerme ni una sola de mis palabras.

Justo antes de entrar al coche, me giré hacia él y probé suerte, por si acaso.

«Cuando vuelvas —dije— me encantaría saber cómo salió todo».

Busqué en mi bolso el boli y el pequeño cuaderno que siempre llevaba, escribí mi nombre y mi número de teléfono y se lo di. Él sacó una gran cartera desgasta del bolsillo del pantalón y cuidadosamente metió el trozo de papel en ella.

Por la ventanilla del conductor miré la alta figura con chaqueta marrón y dije, «me alegró de haberte conocido finalmente y espero que nos volvamos a ver», diciendo esta frase estándar y normal lentamente, con énfasis, como si fuera el «ábrete sésamo» del tesoro.

Shura Borodin apoyó sus manos en el borde de la ventanilla del coche, bajó la cabeza hasta donde podía mirarme directamente a los ojos y dijo una única palabra, «sí».

Un pequeño temblor subió por mi columna vertebral. Conduje hasta casa, sonriendo durante mucho tiempo. No volví a verle en más dos meses. Durante ese tiempo, Kelly empacó a regañadientes todas las cosas que tenía en mi casa y, para mi sorpresa, se despidió dándome un beso en la frente y encogiéndose de hombros con comprensión, como si se hubiera dado cuenta de que esta vez sus berrinches habituales no iban a servirle de nada. Yo estaba conmovida y aliviada, y a la mañana siguiente ya había cambiado todas las cerraduras.