El comienzo (2ª parte)

(Del capítulo 18 de PIHKAL, 2ª parte)

Continuamos con la historia de cómo se conocieron Ann y Sasha, contada por la misma Ann Shulgin. Podéis leer la primera parte aqui.

Hacia finales de enero, recibí una llamada de teléfono de una mujer a la que había visto muchas veces en las reuniones del grupo de discusión del BBC, una mujer dulce, enérgica, juvenil, de unos sesenta años, que me recordaba a una condesa húngara que mis padres habían conocido en Italia cuando yo era pequeña. Hilda también llevaba joyas, como había hecho la condesa, finos dedos reluciendo con anillos, el cuello adornado con numerosos collares y colgantes. Era la presidenta de una fundación psicológica, cuyo nombre nunca podía recordar, y siempre estaba preocupada por un libro para el que parecía que siempre estaría reuniendo material.

shulgins

Me llamó para invitarme a pasar una tarde en su casa con su nuevo descubrimiento, «un extraordinario profesor espiritual de la India; ¡tienes que conocerle, querida!». Me instó a no perderme el espectáculo de música india que había organizado ni la compañía de lo que me aseguró que era «la gente más maravillosamente interesante, gente muy especial, querida». Me dije a mí misma: «Bueno, ¿por qué no?», y a ella: «Gracias, Hilda, suena absolutamente irresistible». Era un sábado por la noche. Cuando entré al enorme cuarto de estar de Hilda, lo primero que vi fue una magnífica alfombra persa oscura y lo segundo, a Shura Borodin. Estaba de pie junto a una gran chimenea, apoyando un brazo sobre la repisa de la misma, hablando con tres personas que estaban de espaldas a mí, dos hombres y una mujer. Después del impacto inicial de verle otra vez, me pregunté dónde estaría la alemana Ursula, sin saber qué buscar —pelo castaño, negro o rubio, aunque seguramente fuera rubio— y noté sin agrado que mi pulso había aumentado considerablemente en cuestión de unos pocos segundos.

Busqué a mi alrededor otras caras familiares en las que centrarme. No quería que me sorprendieran mirándolo. Pensé que incluso se habría casado, pero entonces recordé que me había contado que Ursula ya estaba casada con un buen amigo suyo (o un antiguo buen amigo), así que podía descartar esa idea.

Puede que estuviera comprometido. ¡Al diablo! Nunca me llamó, así que en París todo debió de haber salido tal y como él esperaba y, si ella estaba allí, lo descubriría en seguida.

Hilda pidió orden en la sala e invitó a los alrededor de  veinticinco invitados a que formaran medio círculo, sentándose en los cojines que había repartidos por el suelo. Me senté en un cojín de terciopelo marrón oscuro cerca de un arco, colocando elegantemente mi falda larga sobre la alfombra y recordándome a mí misma que, cuando mirara alrededor para identificar a Shura y a su chica alemana, debería hacerlo con mucha naturalidad.

De pronto había un cuerpo estirándose en un gran cojín junto a mí. Olía cálido y masculino, e inexplicablemente familiar. Era Shura. Le sonreí y dije: «¡Qué alegría volver a verte! ¿Has traído a tu mujer alemana?».

«No, me temo que esta vez no ha sido posible».

Vaya, me refería a la fiesta, no de Europa. ¿Se referiría él a lo mismo? ¿Quería decir que estaba en California, pero que no había venido a la fiesta? ¿O a que no pudo traerla a casa de París?

Volví a intentarlo: «¿Cuándo volviste?».

«¿De Francia? Hace unas dos semanas».

«¿Y fue bien?».

No respondió inmediatamente. Veía su perfil, con su nariz arqueada, mientras él echaba un vistazo a la sala. Esperé en alerta. Después de lo que me pareció un rato muy largo y que probablemente no fueran más que cuatro segundos, respondió: «Realmente no lo sé».

Seguí mirándole y no dije nada.

«Nunca he tenido una relación como esta —dijo—. Y a veces me pregunto si no me habré convencido a mí mismo de que había algo cuando en realidad no hay nada».

Estaba sentado encorvado sobre sus rodillas y, con voz apagada, dijo: «Sí, estoy seguro de lo que dijimos y de lo que hicimos, y sé que una parte de ello es real. Pero sospecho que otra parte no lo es». Se giró hacia mí y se encogió de hombros: «Mi problema es que no sé diferenciar cuál es cuál».

Bueno, bueno, no pierde el tiempo con respuestas cortas, que Dios le bendiga.

Me encontré con sus ojos y los leí abiertamente. Había introspección y dolor por todas partes y algo más justo en el centro. Y ese algo tenía que ver conmigo, no con nadie llamada Ursula. Pensé que realmente me estaba viendo; no era solo un par de oídos comprensivos. Eso era bueno. Siempre y cuando no sospechara lo mucho que detestaba las mujeres hermosas alemanas (dando por hecho que ella era hermosa), especialmente aquellas llamadas Ursula. Después de todo, sólo nos habíamos visto una vez. Seguramente yo no era tan interesante para él como él lo era para mí. No, pensé que eso no era verdad. No me creía esa parte y a mi observador le gustaba que no lo hiciera.

Hilda estaba pidiendo que todos prestáramos atención.

Pero yo no podía ser tan fascinante para él como Ursula, porque estaba enamorado de ella. Por otro lado, la gente se recupera de haber estado enamorado. Especialmente si las cosas no van tan bien y hay otra persona amable, cálida y que se preocupa por uno para recoger todas las piezas.

De pronto, vi a mi observador, normalmente frío y tranquilo, cogerse la cabeza con desesperación. «Vale, vale —pensé—, iré lo haré más sencillo. Ni si quiera sé si Ursula está en California, ¿no?»

Cuando ya había presentado al indio con turbante, acerqué mi oreja hasta la oreja derecha de Shura y susurré: «¿Significa eso que Ursula no ha vuelto contigo?».

Inclinó la cabeza y asintió. Está bien. Puede que ella llegara la semana siguiente o algo, pero al menos no estaba con él justo en ese momento. Mantuve mi cara impasible, agradeciendo a los dioses que la mayoría de los humanos no tuviéramos habilidades telepáticas la mayor parte del tiempo. Hubiera sido difícil explicar la intensa agitación eufórica que sentía. Ya era lo suficientemente duro explicármela a mí misma.

Después de la charla y antes de que empezara la música, hubo un descanso. Los invitados se sirvieron vino o café en la mesa de Hilda. Shura y yo salimos fuera a la gran terraza para fumar. Tenía una copa de plástico con vino en la mano y se apoyó sobre la gran barandilla de madera. De pronto recordé una pregunta que había olvidado hacerle la primera vez que nos vimos.

«Por cierto —dije—, estoy segura de que has respondido a esto miles de veces, pero ¿tienes alguna relación con el compositor Borodin, el príncipe Igor Borodin?».

«Me temo que muy lejana. No lo suficiente para presumir de ello».

«Bueno, ahora que ya ha pasado, ¿cuéntame qué vas a hacer con tu mujer alemana. ¿Tomasteis alguna decisión sobre cómo seguir a partir de ahora? ¿O desde entonces?».

Shura sacudió la ceniza de su cigarrillo. «Sí, supongo que se puede decir que tomamos alguna decisión. Ella va a empezar los trámites del divorcio, a empaquetar sus cosas y pronto, signifique eso lo que signifique, vendrá aquí conmigo».

Pensé en la monotonía de su voz y decidí probar suerte.

«Todo eso suena muy esperanzador, ¿por qué no suenas…? Bueno, el tono de tu voz no concuerda con lo que dices, si me lo permites…», puse cara de disculpa.

Cambió el peso de lado sobre la barandilla y miró las puertas de cristal y las luces del cuarto de estar, tomándose su tiempo antes de contestar: «Sí, supongo que no sueno muy excitado y eso se debe probablemente a que ha habido mucho inicios falsos en este asunto. No es la primera vez que me dice que se va a mudar aquí, pero de algún modo parece que nunca hay una fecha definitiva».

Buscó un cenicero alrededor y yo le ofrecí un pequeño plato azul agrietado que había encontrado en el suelo de la terraza; probablemente el plato del gato.

«Cuando viene de visita —continuó—, me cuenta sus planes con muy poco tiempo de antelación y nunca se queda mucho. Pero cuando está aquí, habla como si realmente pretendiera mudarse aquí; ya sabes, dice cosas como que quiere cambiar esto o aquello en casa y parece que no pudiera esperar a estar instalada para quedarse conmigo para siempre. Pero siempre vuelve a casa después de un par de semanas. Y siempre dice: “Solo unos pocos meses más, sé paciente, solo unos meses más”».

Le pregunté: «¿Qué hace el marido mientras tanto?».

Shura me miró directamente, con la arruga entre sus cejas más marcada por la luz que reflejaba, y dijo: «Ya sabes, esa es probablemente la parte más extraña de todo este extraño lío. Ursula me ha dicho, una y otra vez, que Dolph está muy molesto y enfadado con todo esto, casi al borde de la violencia, lo cual no es tan extraño después de todo. Y alguna vez ha respondido al teléfono cuando he llamado a Alemania para preguntarle algo a Urusla que no podía esperar a una carta y me habla como si siguiera siendo su amigo y nada hubiera cambiado, como si no estuviera pasando nada. No sé qué pensar».

«A lo mejor sólo está intentando mantener el tipo».

«No, no lo creo. Siempre hay algo de tensión en la voz cuando una persona está intentando mantener el tipo, lo notas en seguida, y no hay absolutamente nada de tensión en la voz de Dolph, ni rastro de nada que se le parezca. Suena como si realmente le agradara escucharme y como si aún me apreciara, por increíble que suene. Habla sin parar sobre los artículos de las revistas y cosas por el estilo y hablamos exactamente igual que lo hacíamos cuando estuvo aquí de visita. Después se despide muy cariñosamente y le pasa el teléfono a su esposa».

«¡Dios mío! —dije realmente sorprendida—. No tiene ningún sentido, ¿verdad? Te esperarías alguna explosión o acusaciones, o al menos pena, ¿no?».

«Sí —dijo Shura—, eso pensaba yo».

Hilda apareció en las puertas de cristal y nos hizo señas para que entráramos. Mientras iba hacia mi rincón, pensé en lo que Shura me había estado contando.

Se está preguntado si su chica está jugando a algún tipo de juego; nota que algo no va bien, pero no sabe qué es ni dónde buscarlo.

Nos colocamos sobre nuestros cojines y cuando la música —tocada por tres hombres vestidos a la moda india, con túnicas blancas y una amplia faja roja alrededor de la cintura— llevaba ya unos diez minutos sonando, Shura se levantó sin hacer ruido. Cuando levanté la vista, tomó mi mano, me puso en pie y me guio por debajo del arco abierto por el oscuro pasillo de Hilda. Como me había hecho ir rápido, me reí de las sospechas que rondaban mi mente y Shura se dio la vuelta y se llevó un dedo a los labios, haciendo el gesto de silencio.

Le seguí hasta una pequeña habitación que había al final del pasillo, donde podía ver una gran mesa y pilas de libros y revistas en el suelo y dos sillas. Shura dejó la puerta abierta para que hubiera suficiente luz y se sentó en una de las sillas con ruedas pasadas de moda. Yo me senté, rodillas contra rodillas, en la otra silla.

Le sonreí y le dije: «¿Y bien?».

Me devolvió la sonrisa. «He pensado que hablar contigo era más importante que escuchar la música, por muy bonita que sea y por muy aficionado que sea yo. ¿No crees?».

«Completamente».

«Vale, sobre lo que quiero hablar es sobre mi trabajo».

La cosa se volvía cada vez más interesante y maravillosa. Me arrastró a una habitación a oscuras para hablarme de su trabajo. Creo que adoraba a ese maravilloso personaje y esperaba que Alemania se hundiera en el mar.

Dije: «Me encantaría escuchar algo sobre tu trabajo».

Empezó: «¿Sabes lo que es la psicofarmacología?».

«No realmente».

«Creo que la última vez que hablamos te conté que soy químico y psicofarmacólogo. En realidad, lo que hago es diferente a lo que hace la mayoría de las personas que se llaman a sí mismos psicofarmacólogos. Todos los que están en esta disciplina especial estudian los efectos de las drogas en el sistema nervioso central, que también es lo que hago yo. Pero la mayoría de ellos estudian esos efectos en los animales y yo lo hago en las personas. No investigo todos los tipos de drogas, solo un tipo en concreto».

«¿Qué tipo en concreto?».

«Las drogas con las que trabajo se llaman psicodélicas o psicotomiméticas. Supongo que habrás oído hablar de ellas».

«¿Te refieres a cosas como la mescalina o la LSD?».

«Exactamente».

«Nunca he probado la LSD, pero uno de los días más extraordinarios e importantes de mi vida fue el día que tomé peyote». Shura se inclinó hacia delante: «¿En serio? ¿Eso cuándo fue?».

«Oh, santo cielo, creo que fue, tengo que contar hacia atrás un momento, creo que fue hace quince, no, más que eso, puede que haga veinte años. Un hombre muy interesante que ahora es psiquiatra me guió durante el viaje. Se llama Sam Golding. ¿Lo conoces?».

Shura se rió: «Sí, conozco muy bien a Sam. Trabajamos mucho juntos en los sesenta. De hecho, escribimos conjuntamente un par de artículos. Aunque eso fue hace mucho tiempo. Por lo menos hace un año que no lo veo».

«Sam es un hombre extraordinario y fue un buen guía para mí. Yo tampoco lo he visto desde hace años. Bueno, sigue».

«Hace como veinte años, dejé un muy buen trabajo en una gran compañía, de la que estoy seguro que has oído hablar: Dole Chemical».

Asentí con la cabeza.

«Volví a la escuela para aprender todo lo que pudiera sobre el sistema nervioso central. En cierto modo, eso era algo arriesgado, ya que tenía una mujer y un hijo a los que mantener, pero Helen se puso a trabajar de bibliotecaria en la universidad, sin protestar lo más mínimo. Siempre muy comprensiva, Dios la bendiga. Después, cuando ya había cursado dos años en la escuela médica, volví al trabajo creando un laboratorio privado en una gran sala de más de novecientos metros detrás de mi casa. Había sido el sótano de la primera casa que mi familia había tenido en esa propiedad. La casa se quemó un verano y todo se perdió menos ese sótano perfecto. Después pasé el largo proceso de descubrir cómo lidiar con la burocracia y las autoridades para conseguir el tipo de licencia que necesitaba para lo que quería hacer, que es una interesante historia para otro momento. Y me hice especialista».

Yo seguía saboreando esas prometedoras palabras «… una interesante historia para otro momento» y tuve que repetir lo que había escuchado para seguirle.

«¿Especialista en qué?»

«En el campo de los efectos de las drogas psicoactivas sobre el sistema sensorial del ser humano, especialmente los de aquellas llamadas psiquedélicas. Comencé a publicar todo lo que estaba haciendo y descubriendo. Y seguía encontrando nuevas, drogas nuevas».

Me cambié de posición en la silla y mis rodillas chocaron contra las suyas. No estaba segura de estar entendiendo. «¿Descubriste nuevos psiquedélicos?».

«Inventé algunos nuevos. Y los sigo inventando. Pruebo cada droga nueva en mí mismo, comenzando con niveles extremadamente bajos y aumentándolos gradualmente hasta que comienza la actividad. Ahorra muchos ratones y perros, créeme. Si me gusta lo que veo con el nuevo compuesto, lo pruebo con mi grupo de investigación. Después, escribo los resultados y los publico en una revista, normalmente en una muy respetada llamada Journal of Medicinal Chemistry».

¡Dios mío! ¡No me lo puedo creer! ¡INVENTA psiquedélicos!

Me di cuenta de que le estaba mirando con la boca abierta. Dije: «Suena como si fuera el trabajo más excitante del universo, ¿me equivoco?».

«No, no, tienes toda la razón. Al menos, así es como yo lo veo. Sin embargo, la mayoría de las personas que se llaman a sí mismos psicofarmacólogos pensaría que estoy mal de la cabeza».

«¿Por qué?».

«Porque probar compuestos nuevos en uno mismo está pasado de moda. Antes era la única forma responsable de analizar un medicamento destinado al consumo humano para aquellos que se llaman científicos a sí mismos, especialmente si ese medicamento era su propia creación. Ahora, los científicos tiemblan ante la idea de cualquier cosa que no sea trabajar con animales y cuando argumentas que un ratón o un perro difícilmente te van a mostrar cómo un medicamento va a cambiar sus percepciones o sus sentimientos, hacen oídos sordos. Están muy cómodos con su forma de hacer las cosas y mi enfoque pasado de moda les parece muy extraño y peligroso».

«¿Qué drogas has inventado? ¿Crees que conoceré alguno de sus nombres?».

«Bueno, la más importante la desarrollé cuando seguía en Dole Chemical y el hecho de que mi nombre estuviera relacionado con ella hizo que mucha gente desconfiara de mí, aunque yo no fuera responsable de ninguna manera del desastre que causó. ¿Has oído hablar de DOM?».

«No, me temo que no».

«No pasa nada. La mayoría de la gente no ha oído hablar de ella con ese nombre. Llegó a la calle como STP».

«¡Ah, sí! Eso sí que lo he oído. Aunque no recuerdo ningún detalle. Tengo la vaga impresión de que había algo llamado STP por ahí y que la gente tenía problemas con ello, pero fue hace mucho tiempo, cuando los periódicos no hacían más que provocar histeria por las drogas en Haight-Ashbury».

Shura se recostó y su silla chirrió. «Bueno, cuando aún trabajaba para Dole, me invitaron a dar una conferencia en la Universidad Johns Hopkins, en Baltimore, y hablé sobre muchos compuestos, incluyendo la DOM y, esto no es más que especulación, pero es la explicación más lógica que se me ocurre, alguien entre el público debió de haber decidido trabajar con ella, entrar en el negocio por sí mismo con algo totalmente nuevo, porque en unos pocos meses había informes sobre una nueva amenaza en las calles de San Francisco, con gente acumulándose en la clínica de Haight-Ashbury totalmente fuera de control y seguros de que se estaban muriendo».

«¡Dios mío!».

«Parece ser que lo que ocurrió fue que nuestro empresario desconocido había puesto el compuesto en cápsulas de 20 miligramos cada una y eso es totalmente efectivo, quiero decir, totalmente efectivo con tan solo un tercio de esa cantidad. Por supuesto, en ese momento yo no sabía nada de esto, porque no tenía ninguna razón para asociar nada de lo que yo hubiera hecho con esa STP sobre la que estaba escuchando hablar. Y, como si la sobredosis no fuera suficiente, la DOM es un psicodélico muy muy potente. A quienes la tomaron no les habían dicho que tardarían dos o tres horas en notar todos sus efectos. Así que algunos de ellos tomaron la pastilla y cuando vieron que 40 o 50 minutos después no pasaba nada, tomaron otra».

«¡Madre mía!».

«Cuando se vieron atrapados por los efectos, entraron en pánico y corrieron a urgencias, porque no podían controlarlo. No creo que nadie pudiera controlar veinte miligramos de DOM y menos aún el doble».

«¿Cómo descubriste que se trataba de DOM?»-

«Tardé bastante tiempo. Seguía recibiendo información de varias Fuentes. Oí que se trataba de una droga cuyos efectos duraban mucho tiempo, más de veinticuatro horas de duración, a esa dosis no podía ser de otra forma, que se necesitaba mucho tiempo para recuperarse y que STP significaba “serenidad, tranquilidad y paz”».

Asentí con la cabeza: «Eso me resulta familiar».

«También escuché que, según la policía de Berkely, STP significaba “demasiado estúpido para potar (Too Stupid To Puke)»”.

Me reí, repetí las palabras para mí misma y me volví a reír.

Shura continuó: «Finalmente, las noticias que me llegaron a través de un amigo fueron que la Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA, por sus siglas en inglés), había seguido la pista hasta encontrar una patente de Dole Chemical y que Dole lo había identificado como una de las drogas que yo había desarrollado mientras trabajaba para ellos. Envié a la FDA la información que pensé que ya tendrían, pero nunca recibí una respuesta. Por último, un químico al que conocía consiguió una muestra y la analizó. Y eso fue todo, era mi viejo amigo DOM».

Cruzó una pierna sobre la otra y vi que llevaba sandalias. Recordé que también las llevaba el primer día que le vi.

A lo mejor siempre lleva sandalias. Tendré que preguntarle algún día.

«¿Cuántas drogas psiquedélicas has inventado hasta ahora?».

«Ah —suspiró—, algo más de cien, unas ciento cincuenta o así. Con algunas de ellas no merece la pena seguir, con otras sí».

Y de pronto, recapitulé sobre mí misma. Ante mí estaba un hombre que me gustaba desde la primera vez que lo vi y que cada vez me gustaba más. De hecho, ya estaba completamente cautivada y acababa de contarme que había inventado unas ciento cincuenta drogas psicodélicas. Yo daba por hecho que funcionaban igual que la mescalina, al menos algunas de ellas, abriendo los ojos del alma a otras realidades. Y ahí estaba yo, sentada en el pequeño estudio de Hilda, tocando con mis rodillas las rodillas de una persona que no sólo poseía y probaba esos extraordinarios tesoros, sino que los creaba, las entradas a un mundo en el que las plantas irradiaban luz y en el que Dios te cogía de la mano.

Era consciente del silencio y sentía los ojos de Shura en los míos. Miré su cara con barba y me di cuenta de que, a pesar de la apariencia de naturalidad en su media sonrisa y de cómo estaba recostado en la silla, me miraba fijamente.

Le sonreí, sintiendo la emoción en mi garganta, como la presión de la risa. Me senté recta y abrí las manos para ayudarme a hablar. «No sé cómo decir esto, pero tengo que intentarlo. Durante muchos años me ha fascinado todo este mundo de la experiencia y la exploración y he leído a Huxley y a Michaux y a todos lo que he encontrado que parecían saber algo sobre el tema».

Shura asintió con la cabeza.

Continué: «Incluso soñaba en secreto con formar o, al menos, ser parte de un proyecto de investigación para probar el potencial sináptico evocado antes, durante y después de tomar un psicodélico y, aunque nada de eso ha pasado, esa idea todavía me atrae».

La figura en sombras estaba en silencio, escuchando.

«A penas puedo creer que haya conocido a alguien que hace todas esas cosas, explorar ese mundo, y que no teme lo que descubrirá. ¡Es increíble!». Me reí, extendiendo las manos con un gesto de insuficiencia.

Shura sonrió, después se acercó y cogió mi mano izquierda. La sostuvo mientras hablaba. «Hay mucha gente haciendo el tipo de investigación que yo hago, pero, de momento, soy el único que conozco de cualquier lugar que publica los efectos que esos materiales tienen sobre los seres humanos».

«¿Por qué no publican los demás?».

«Sobre todo porque los químicos quieren ganar el dinero suficiente para mantener a sus familias, pagar sus casa y comprar las cosas bonitas habituales, por lo que ofrecen sus servicios temporalmente a las grandes empresas o trabajan en universidades. Y una de las cosas de las que depende una universidad es de la inversión del Gobierno. Si dependes de la financiación del Gobierno, juegas con sus reglas. Y como el Gobierno decidió que las drogas psiquedélicas son demasiado peligrosas para que nadie, excepto el Pentágono y la CIA, ande jugando con ellas, han decidido no financiar nada más que la investigación con animales y la mayoría de esas investigaciones con animales está dirigida a reforzar la idea de que las drogas psiquedélicas son peligrosas para el hombre».

«Bueno —respondí— lo son si no se usan correctamente, ¿no?».

Shura estuvo callado durante un momento; luego dijo: «Bueno, sí, claro que lo son. ¿Pero cuál es la forma correcta de usarlas? Úsalas con cuidado y con respeto hacía las transformaciones que pueden provocar y tendrás una extraordinaria herramienta de investigación. Tómalas un sábado por la noche y podrás llegar a un lugar realmente malo, psicológicamente hablando. Conoce lo que estás usando, decide por qué lo estás usando y podrás obtener una rica experiencia. No son adictivas y tampoco son una válvula de escape, pero sí son herramientas excepcionalmente valiosas para entender la mente humana y cómo funciona».

«Mucho más que la mente únicamente», murmuré, recordando el día que pasé con Sam en el Golden Gate Park.

«Bueno, uno de los problemas al hablar sobre este tipo de exploración —dijo Shura— es el vocabulario. Simplemente, no tenemos a nuestra disposición las palabras correctas, palabras con las que todos estemos de acuerdo, para realizar un buen trabajo al definir gran parte de este ámbito. La palabra “mente”, por ejemplo, puede referirse solamente a la función del pensamiento o puede referirse a todo lo que no es puramente físico, la psique en su totalidad. Te acostumbrar a utilizar las palabras con gran exactitud después de un tiempo, cuando intentas comunicarte con alguien sobre esta área de la experiencia».

Continué mirándolo, intentando no mostrar mi alegría. Para mí era muy raro sentirme tan feliz. Por supuesto, la maravillosa, adorable, joven e inteligente Ursula seguía existiendo —era mejor asumir que era todas esas cosas—, pero, en ese momento, él no estaba cogiendo su mano, sino la mía.

Llegaron sonidos de aplausos desde el final del pasillo. Pensé que no nos quedaba mucho tiempo antes de que alguien viniera a buscarnos y tenía que conseguir que lo que estaba ocurriendo continuara.

«Shura, antes de que nos cacen, ¿puedes escribir una fecha en tu agenda, si es que tienes una?».

Soltó mi mano y buscó su cartera. Sacó una pequeña libreta de ella y un bolígrafo del bolsillo de su chaqueta. Estaba sentado, preparado para escribir.

«En febrero voy a celebrar una fiesta de San Valentín en mi casa y me gustaría que vinieras». Le dije la fecha y la hora, le di mi dirección y le expliqué cómo encontrar mi casa. No me acordaba de si le había dado algo más que mi número de teléfono el día que nos conocimos.

«Me gustaría ir —dijo mientras escribía en la libreta—, no veo que tenga ningún compromiso impida ese día».

«La mayoría de los invitados serán gente del club Mensa». Por primera vez, no sentí que fuera necesario explicar que el Mensa era una sociedad internacional de gente cuyo cociente intelectual es superior a 132 o disculparme torpemente por ser miembro de él. «Y algunos amigos más, incluidos mis hijos, al menos los tres que viven conmigo. Por favor, intenta ir, me gustaría seguir con esta conversación —concluí—. Tengo un montón de preguntas que hacerte».

¡Dios mío! ¡Vaya si tenía PREGUNTAS!

«Haré todo lo posible por ir», dijo poniéndose de pie y volviendo a coger mi mano para ayudarme a levantarme. Salimos del estudio justo cuando Hilda encendió la luz del pasillo y dijo: «¡Ah, estáis aquí!».

Al volver al cuarto de estar, otros invitados nos separaron inmediatamente y decidí dejar la fiesta sin despedirme de él. No era necesario. Si iba a volver a verme, lo haría en dos semanas. Tenía la dirección, el teléfono y la fecha, y había dicho que sí. Ahora veríamos si lo decía en serio. No tenía ningún motivo para quedarme dando vueltas a su alrededor, comportándome como una idiota lunática. Besé a Hilda y le dije: «Gracias, ha sido maravilloso». Y lo dije con absoluta sinceridad. Después cogí mi abrigo y salí discretamente.