Una experiencia con 2c-i en Aquisgrán

En la presente entrega, el matrimonio Shulgin narra un viaje por Europa cuyo destino final era la ciudad de Aquisgrán (Aachen en alemán). Después de visitar la ciudad y ya en el hotel, deciden tomar una pequeña dosis de 2c-i para olvidar la añoranza de su casa, y Ann (Alice, en el texto) nos cuenta su experiencia. (Traducción: Igor Domingo).
 
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Continúa el artículo:

Pocas semanas después de la boda, a Shura le dieron la oportunidad de asistir a una conferencia de medicina nuclear en la ciudad de Aquisgrán (Alemania), y decidimos realizar juntos el viaje, como parte de una luna de miel que incluiría mis primeras visitas a Londres y París.

Yo no había visto Europa desde que salí de allí siendo una niña, en 1940, en el último barco de refugiados desde Trieste (Italia), donde mi padre había sido cónsul americano. La idea de pisar de nuevo alguna parte de Europa parecía casi demasiado maravillosa para ser cierta; yo había soñado con ese regreso durante años pero crecía mi incredulidad ante la posibilidad de que alguna vez sucediera.

Iba a cruzar el Atlántico una vez más, esta vez en avión en lugar de barco transatlántico, y estaba a punto de visitar Inglaterra y Francia y Alemania, todas por primera vez. Sentí una mezcla de reticencia y excitación sobre la parte de Alemania; reticencia porque a lo largo de casi toda mi vida, el nombre, «Alemania», aparecía vinculado a la palabra «nazi», pero también tenía la excitación de ver un país que no había visto antes, un país del que procedían algunos de los más grandes músicos, artistas y pensadores de todos los tiempos. La Alemania de los castillos y los ríos y los elfos de la Selva Negra. La tierra de Bach y Mozart.

Pocos días después, nos encontrábamos de camino a Aquisgrán, en avión y luego en tren, y yo finalmente estaba en Alemania.

Aquisgrán es una ciudad muy antigua conocida por tener diferentes nombres en varios idiomas distintos porque se sitúa en el punto donde se reúnen Alemania, Bélgica y Holanda. Su otro nombre más familiar es Aix-la-Chapelle. Aparentemente su historia como ciudad comenzó cuando los romanos descubrieron aguas termales en la zona y construyeron fuentes de agua y casas de baño alrededor y sobre lo que creyeron que eran aguas curativas. Algunas de las elegantes columnas que quedaron de aquella época se mantienen todavía en pie a lo largo de la ciudad, rodeadas ahora de tiendas, cafeterías, plazas adoquinadas y, por supuesto, macetas llenas de geranios. (Durante el largo tiempo transcurrido desde que había salido de Europa siendo una niña, cada vez que oía o leía la palabra, «Europa», siempre veía en mi mente geranios rojos y rosados agrupados en una jardinera, y oía campanas de iglesia retumbando). La primera vez que vimos Aquisgrán era un domingo temprano en la mañana. Como acabábamos de bajar del tren, muy cansados y mugrientos y con ganas de tomar un baño, sólo estábamos interesados en encontrar un hotel tan rápido como nos fuera posible.

Finalmente, mientras bajábamos por otra de las calles adoquinadas, vimos la señal de un hotel, de tres estrellas, el cual normalmente habríamos considerado un poco fuera de nuestro alcance, pero estábamos demasiado agotados para seguir buscando, y nos dijimos que probablemente no habría tanta diferencia. En su interior, descubrimos que la atractiva joven que atendía detrás del mostrador hablaba inglés con acento fuerte y el precio era razonable. Suspiramos agradecidos, la sonreímos y cogimos las llaves de una habitación en la segunda planta con gratitud y alivio.

Después de ducharnos y dormir algunas horas, desempacamos y nos pusimos ropa limpia. Era hora de explorar. Caminamos por algunas calles de la ciudad, tomamos cerveza y café en la terraza de una cafetería y nos maravillamos ante la inmensa catedral vieja llamada el Dom (también descubrimos que «Dom» significa «catedral» en alemán). Entramos durante unos minutos, los suficientes para ver el famoso candelabro y la pequeña estatua de la Virgen con su vestido bordado a mano. Parece que hay ciertas mujeres en la ciudad de Aquisgrán que se comprometen a bordar magníficos vestidos para la estatua, y la Virgen lleva uno nuevo cada semana. La costumbre tiene siglos de antigüedad y el honor pasa, en la medida de lo posible, de madres a hijas. Ese día, la Virgen llevaba un vestido rosa bordado en oro con un manto blanco y dorado.

El Dom fue construido en el siglo VIII d.C. y en el interior de sus grandes muros había un sosiego de muchas capas.La tenue luz de las velas reflejaba un naranja oscuro en los lustrosos respaldos de los bancos que se encontraban enfrente de la Virgen. Por encima de las enormes columnas se cernía una agradable oscuridad, y podíamos percibir entre las sombras el inmenso círculo que formaba el candelabro regalado al Dom por Federico I de Hohenstaufen (el gran Barbarroja). No por vez primera y lejos de ser la última, me encontré deseando haber leído más, y poder recordar más de lo que había leído, sobre gente como Barbarroja. Había oído el nombre desde que era una niña, y había una vaga imagen mental de un gran hombre de pelo rojo que fue un importante y poderoso jefe de algún tipo. ¿O fue un emperador?¿En la Edad Media —o quizás en el Oscurantismo—?

El desasosiego de descubrir lo poco que sabía, y cuánto me podría perder por no haber leído más, antes del viaje, fue gradualmente dando lugar a un delicioso sentimiento de asombro. Allí estábamos los dos, Shura y yo, elevando la vista a algo que un hombre de poder en tiempos muy, muy remotos había entregado a este mismo edificio. Mi espalda hormigueaba ante el pensamiento de tanto tiempo humano, representado por aquel simple círculo de bronce.

Compramos pan, fruta y queso, una botella grande de refresco de naranja para mí y una cerveza para Shura, y nos lo llevamos todo de vuelta al hotel. Descubrimos que las camas estaban hechas de forma extraña (las almohadas estaban enrolladas como cilindros cervicales y las sábanas dobladas como en las camas turcas o lo que Shura llamaba «hacer las sábanas cortas»; se suponía que tenías que deshacerla entera antes de entrar). Me senté en el pequeño escritorio frente a las ventanas y miré hacia fuera lo que se podía ver de la ciudad, pensando en la ligera sensación de vacío en la zona de mi barriga.

Dije: «¿Sabes? Estoy empezando a sentir un poco de extrañeza por primera vez desde que salimos de casa. No sé por qué no lo sentí antes —quiero decir, teniendo en cuenta que estoy realmente en un país extranjero, y no es mi casa, y realmente no pertenezco a este lugar—, tal vez sea debido al hecho de no conocer el idioma. No poder entender nada de lo que la gente dice y saber que no entienden lo que yo digo. Es algo que realmente marca la diferencia».

Shura estuvo de acuerdo: «Sí que la marca, sí. Al menos nunca le diremos a nadie que no se preocupe por viajar a Alemania porque prácticamente todo el mundo habla inglés».

Me reí y gemí con el recuerdo de la búsqueda matinal de un hotel.

Mientras miraba la pila de comida que habíamos puesto sobre la mesa, tomé una decisión.

«¿Shura?».

«¿Alicia?».

«Se me ocurre algo. Quizás éste sería un buen momento para el 2C-I, ¿tú qué opinas? ¿Tal vez me permitiría manejar un poco mejor esta sensación de desplazamiento? Es sólo una idea. Di que no si estás demasiado cansado o piensas que no deberíamos por alguna razón».

Habíamos llevado con nosotros cuatro dosis de MDMA y dos de 2C-I, sólo por si acaso. Pensé para mí misma que tal vez supondría desperdiciar un buen psicodélico lujurioso, si estuviéramos demasiado cansados para hacer el amor, pero la perspectiva de integrarnos con el 2C-I, más allá de las tonterías que pudiéramos hacer, era bastante tentadora.

«Por mí, bien», dijo Shura. «Pero, si vamos a hacerlo, deberíamos empezar pronto. Mañana me espera un día realmente atareado en el complejo nuclear».

Me estiré y bostecé: «Ahora mismo es perfecto para mí. No deberíamos levantarnos demasiado tarde si lo tomamos ahora».

Shura desempacó su juego de viales y sacó dos de ellos, en cada uno de los cuales ponía «2C-I, 16 mg». Pusimos unas gotas de agua del grifo en cada vial y los agitamos cuidadosamente. Después, chocamos los viales. Shura dijo: «Por nosotros», y yo dije: «Por la aventura», y nos los tragamos. El sabor no era para nada mejor de lo habitual. Yo dije: «¡Puag!», y Shura fanfarroneó, haciendo sonar los labios y murmurando un elogioso «Mmm» que yo ignoré. Abrí la botella de refresco de naranja y vertí un poco en un vaso del cuarto de baño, comentándole que —ya que le había gustado tanto el sabor del 2C-I— no le ofrecería refresco para ayudar a bajarlo. Él dijo que de todas formas tomaría un poco, sólo por hacerme compañía.

Mientras a Shura le tocaba su turno en el baño, arreglé las sábanas y los edredones y cerré las persianas, no sin antes parar un momento a mirar hacia fuera de nuevo, a la silenciosa calle de abajo. Cuando él volvió a la habitación, juntamos las dos camas, especulando —entre gruñidos— sobre la vida sexual de los alemanes. Habíamos pedido una cama doble, y nos habían dado dos individuales.

Entonces, desnudos bajo los grandes edredones mullidos, exploramos la piel del otro con dedos dulces y compartimos nuestras impresiones sobre lo que habíamos visto ese día. Empezábamos a sentir los primeros efectos del 2C-I, cuando me tomé un momento para observar la habitación, tenuemente iluminada por la lámpara de la mesilla de noche. El empapelado de la pared era un patrón floral de la época victoriana de color gris azulado y blanco, y la mesa de la otra punta de la habitación estaba fabricadacon oscura madera pulida. La moqueta era roja y había cortinas de color cacao sobre las ventanas. Decidí que me gustaba la habitación, especialmente el empapelado de la pared. Todo se movía un poco, centelleando ligeramente, lo cual significaba que el efecto del 2C-I estaba ahora al menos en un nivel de intensidad +2.

Me volví hacia Shura. Nuestras cabezas estaban separadas unos pocos centímetros mientras hablábamos. De repente, fui consciente de que algo ocurría justo por fuera de nuestra ventana. Era inmenso y poderoso y me pregunté por un aterrador momento si estaba intentando entrar. Me incorporé rápidamente y Shura dijo: «¿Qué pasa?».

Yo le conté: «Me acaba de golpear una extraordinaria sensación de que hay algún tipo de cosa —una presencia— fuera de la ventana. No sé lo que es, pero por Dios, ¡es muy potente!».

«¿Quieres que eche un vistazo?».

«No creo que haya nada que ver en realidad, cariño. Es sólo un… algo tremendamente grande como una montaña, y muy poderoso. Siento como si fuera gris oscuro. Francamente, es un poco escalofriante. ¿Qué diablos podrá ser? Nunca he sentido algo así antes».

«Bueno, de todos modos miraré», dijo Shura. Salió de su cama y levantó las persianas. «Nada, todo despejado». Se volvió a la cama y se sentó con las piernas cruzadas, observándome.

«Esto es muy extraño», dije, abrazando mis rodillas e intentando llegar a entender qué podría ser lo que había ahí fuera, presionando para ser reconocido. Agaché mi cabeza y cerré los ojos, manteniéndome tan abierta como me fuera posible a la presencia.

«Siento como si fuera —bueno, si tuviera que darle una forma—, es difícil dibujar algún tipo de forma en mi mente, pero quizás como un tipo de pirámide. Ni siquiera sé si es bueno o malo, simplemente es enorme y fuerte. Es lo máximo que puedo acercarme. Como una pirámide, extremadamente antigua y absolutamente inmensa. No parece que sea algo humano, en realidad».

Shura preguntó: «Si no parece humano, ¿a qué te recuerda?».

«No puedo pensar en nada a lo que me recuerde. Es una experiencia completamente nueva». Seguí intentando tocar aquella cosa con mi mente, como una persona ciega tanteando una escultura con manos insistentes.

Después de unos pocos minutos, le dije: «Ya no estoy segura de la parte no humana. Tal vez tenga algo que ver con los humanos, pero no es como una persona. Es parte del mundo humano, de alguna manera, creo, pero es demasiado inmenso para ser por sí solo algún ser humano». Tomé la mano de Shura: «Sé que esto no tiene ningún sentido, pero estoy trabajando con todas mis fuerzas para entender lo que es. Mi principal reacción es querer rechazarlo, pero quizás sólo sea porque resulta tan extraño que no puedo llegar a comprenderlo».

Shura preguntó: «¿Te da miedo?».

Pensé sobre ello un momento, y entonces le dije: «No, en realidad no. Sólo es sorprendente que te golpee algo tan intenso, y tan de repente como eso».

«¿Por qué no te tumbas y cierras los ojos?», sugirió Shura. «Simplemente deja que las impresiones vengan a ti. No intentes presionarlo. Deja que te diga lo que es a su modo».

Dije que le daría una oportunidad.

Mientras nos tumbábamos el uno junto al otro, especulé en voz alta sobre lo que podría ser aquella cosa. ¿Quizás la catedral, a sólo unas manzanas de allí? Aquello no tenía sentido; la catedral había sido un remanso de paz y calidez. ¿Podría ser algún tipo de recuerdo de la época nazi en aquel lugar? Aquello tampoco encajaba. No había ninguna sensación de maldad en aquella cosa.

«Creo que de alguna manera es algo más allá del bien y el mal», dije, aún sondeando con mi mente, con todas las antenas conectadas. «O quizás los incluye».

La respuesta llegó como siempre lo hacen tales respuestas: como una confirmación de lo que alguna parte de mí ya sabía. Era nítida, incuestionable y evidente.

Me volví hacia Shura y dije: «¡Ya sé lo que es! Es la ciudad. ¡Aquisgrán! Es la ciudad entera, el todo completo que Aquisgrán siempre ha sido, los miles de años de este lugar. ¡Estoy sintiendo la ciudad, el total de todas las vidas y muertes y todo lo que ha sucedido aquí!».

Shura asintió con la cabeza.

Volví a sentarme en posición vertical: «¡Eso es, cariño, eso es! ¡Dios mío, menuda experiencia! Nunca antes he sentido una ciudad, no de esa manera. Es como… no es como una persona, pero tiene una identidad, casi una personalidad, realmente tiene forma como de pirámide, como una montaña, y es increíblemente fuerte».

«Ahora que ya lo has resuelto, ¿te parece amistosa o antipática?», preguntó Shura.

«Ninguna de las dos. Sólo está ahí. Existe. Es buena y mala y todo lo que se encuentra entre medias que es la vida humana. ¡Guau! ¡Qué fantástico!».

«Bien», dijo Shura, bajándome a su lado. «Ahora que ya hemos resuelto ese asunto, ¿qué tal si realizamos algunas contribuciones muy personales de nuestra parte a la ciudad de Aquisgrán, eh?».

Así pues, hicimos el amor. La presión continuaba allí, en la ventana, pero ya no requería atención, y yo sabía que se disolvería lentamente ahora que la había identificado y reconocido.

Más tarde, mientras yacíamos en silencio en la cama de Shura, con mis piernas dobladas alrededor de las suyas, con nuestro sudor formando un charco en el centro de su pecho, una nueva imagen empezó a formarse tras mis ojos cerrados. Le dije: «Veo algo muy interesante dentro de mi cabeza, e intentaré contártelo mientras se manifiesta, ¿de acuerdo?». Él gruñó, y yo describí las imágenes según se desplegaban.

Había un gran claro cubierto de hierba en un bosque, de unos treinta metros de largo. Los árboles que lo rodeaban eran gruesos y altos, y la luz del sol brillaba sobre la hierba. Alrededor del borde del óvalo iluminado por el sol, entre los árboles, había personas, algunas de pie, otras sentadas. Los niños pequeños corrían, chillando y riendo, alrededor del perímetro del círculo, corriendo a toda velocidad dentro y fuera de los árboles y arbustos, pero no se aventuraban dentro del claro. Los adultos estaban en silencio, todos ellos mirando hacia el centro de la hierba, donde la luz del sol parecía congregarse con mayor intensidad.

Yo sabía que la gente estaba celebrando un ritual y que la manera en que lo hacían era reunirse alrededor de un lugar como éste, donde la energía de la vida cobraba una fuerte presencia, aunque sólo fuera por poco tiempo, y simplemente permitirse a sí mismos convertirse en parte de ello, saludándolo y dejando que los saludase, alimentando sus cuerpos y sus almas.

Yo le dije a Shura: «Ellos saben que la energía, la fuerza de la vida, como quieras llamarla, está en todas partes, que pueden escoger contactarla, sumergirse en ella, en cualquier lugar en absoluto. Éste sólo resulta ser uno de sus lugares favoritos, cuando el sol brilla sobre la hierba».

Entonces, la escena cambió y vi a un hombre, resuelto y decidido, obsesionado con lo que creía que era su propósito en la vida, recogiendo piedras para levantar un muro alrededor de otro claro muy similar al que había visto antes. Estaba ordenando a otras personas levantar y colocar las piedras, y ellos obedecían sus instrucciones, algunos con cordialidad, otros con resentimiento. Todos lo veían como si no estuviera demasiado cuerdo —desequilibrado, inarmónico en cierto sentido— pero hacían lo que les pedía debido a la fuerza de su deseo, su urgencia. Estas personas no habían desarrollado barreras psíquicas o emocionales, según advertí.

El hombre estaba construyendo un lugar de oración poniendo piedras alrededor de un círculo de hierba, cercándolo. Vi que no sabía ni podía entender, como hacían los otros, que la energía de vida cantarina estaba en todos los lugares y no podía ser contenida entre muros.

El hombre creía haber sido elegido por algún tipo de entidad superior para construir un lugar donde pudiera vivir, una muralla de piedras que él, por sí mismo, pudiera controlar, pues él la había construido. Él fijaría las reglas del lugar, pues aquélla era su creación y él era el instrumento designado por el ser divino que le había ordenado hacer eso.

Advertí la pena que algunos de su tribu sentían por él, y la irritación e impaciencia que otros empezaban a sentir; vi que no pasaría mucho tiempo antes de que lo dejaran solo en su círculo y se fueran juntos a otro lugar, pues no tenía sentido quedarse alrededor de un alma tan oscura y triste e incapaz de oír nada de lo que le decían.

«Él estaba muy enfermo, supongo», murmuré a Shura. «Pero me pregunto si es una imagen del comienzo de un nuevo desarrollo en los humanos; es decir, tal vez él era una mutación, ¿sabes?».

«¿Una mutación?».

«Bueno, quizás era el comienzo de la individualidad. Una mutación que daba lugar a uno de los primeros individuos. Aquello en lo que los humanos finalmente tenían que convertirse: egos individuales aislados. Ellos no podían hacerlo si se mantenían en la telepatía, sin barreras psíquicas. Aquello significaba abandonar parte de esa interconexión, con el fin de desarrollar el yo separado individual —¡para lo que sea que eso valga!—. Ciertamente no es una imagen particularmente alegre, debo admitir; de hecho, es muy triste: aquel pequeño mutante desconectado y hambriento de poder.

«Bueno», dijo Shura, poniendo su brazo sobre mis hombros, «la historia al completo de la raza humana es de algún modo triste, si la miras de cierta manera, ¿no crees? Pero, por otra parte, si cambias un poco tu visión, no es triste en absoluto. Simplemente, extraordinaria».

Cuando las imágenes se desvanecieron, saludé respetuosamente a la Ciudad de Aquisgrán, que aún se apoyaba contra la ventana, y le agradecí en silencio por aquella experiencia. Murmuré un gracias a Shura y él besó mi nariz y se dio la vuelta con la espalda hacia mí, yo me acomodé contra él y nos quedamos dormidos.